La asistencia apuntaba a ser compleja de resolver. Un vehículo fuera de control había sufrido una salida de vía. Eso fue lo que indicó el alertante, con algún dato más.
Lo que no esperaba el equipo de emergencias 061, dentro de lo peliagudo de la incidencia, era que de entrada la dificultad mayor estribara en encontrar exactamente el lugar donde estaba el vehículo siniestrado y a su/s ocupante/s.
Los gálibos silenciosos de la Guardia Civil de tráfico, bomberos y nosotros se cruzaban continuamente en ambos sentidos de la autovía. Era de noche y la visibilidad escasa.
El alertante comunicó en su llamada un punto kilométrico, interpretamos que mientras conducía justo detrás del accidentado vio el suceso y llamó al sistema de emergencias, prosiguiendo su camino y sin detenerse.
Tras reiteradas llamadas del equipo sanitario a la sala de coordinación la esperanza de encontrar el sitio se desvanecía por momentos. Comenzando a crecer la idea de que aquello podría ser una broma de mal gusto, porque ha ocurrido otras veces.
De repente, el técnico de emergencias de 061 tuvo la idea de activar las luces perimetrales que están a lo largo del lateral de la unidad, como consecuencia de ello en una de las pasadas por la autovía surgió un destello en la mediana, que entendimos como el reflejo de un catadióptrico. Las adelfas estaban en pleno apogeo de crecimiento, y esa luz se percibía desde el interior de ellas, justamente coincidiendo con un pequeño espacio donde la línea de quitamiedos no existía.
La patrulla de la GC que nos seguía de cerca también detuvo su vehículo, a continuación bomberos.
El equipo sanitario se coloca los cascos de protección con linternas frontales encendidas y se adentra en la jungla de adelfas, hasta encontrar un coche siniestrado, de alta gama, no estaba volcado, pero sí bastante deteriorado.
Los bomberos inspeccionan la zona y la balizan junto a otras medidas para procurar seguridad. Realizamos en conjunto una primera ojeada del interior y exterior del vehículo en busca de víctimas.
Solo vimos una persona, varón, de unos 40 años, obeso. Consciente. Con pequeñas heridas visibles en cabeza y cara. Estaba desanimado, apesadumbrado, apenas respondía con monosílabos, desprendía un notorio olor a alcohol, iba bien vestido, comentó con desenfado que venía de un sitio de esos donde los hombres pueden ligar sin problemas porque todas se enamoran tan solo con mirarlas. Era el conductor y al parecer único ocupante del vehículo, cosa que certificamos al preguntarle. A través de la ventanilla que tenía el cristal roto nos pudimos comunicar perfectamente. Realmente fue una suerte que en ese amasijo de hierros que formaba el capó permaneciera intacta la zona del piloto, excepto su puerta.
Tras nuestras preguntas iniciales de rigor siguiendo el protocolo para valorar su salud, los bomberos ya comenzaban a rodear el vehículo una vez calzadas las ruedas para estabilizar el turismo. Se movían en círculos observando la estructura, con la excitación de un tiburón blanco alrededor de una foca herida tras la primera dentellada y entregada a su cruel destino.
Solo faltaba decidir la acción idónea para ejecutar la extricación del paciente. La desincarceración.
Por su puerta no era viable. El conductor se mantenía callado y preocupado, muy preocupado. Ya no decía ni pío, pero mantenía los ojos abiertos como platos, la cabeza ligeramente inclinada hacia el volante y el airbag que había saltado.
De repente, en el silencio de la noche, se escucha un fuerte ruido. Era un grupo electrógeno recién puesto en marcha. Acto seguido un bombero con unas pinzas mecánicas enormes apuntaba hacia uno de los cuatro ángulos que forman el techo.
Crácrácrácrácrá.
Era una cizalla hidraúlica.
El paciente, ya no ocultaba su inquietud. Abiertamente comenzó a preguntar qué estaba pasando, requería información al respecto.
—¿Me podéis explicar qué estáis haciendo? — Preguntó al equipo de emergencias.
—Tenemos que sacarte de ahí, afortunadamente no parece que tengas lesiones graves, hemos barajado la posibilidad de utilizar una tabla y corsé espinal y evacuarte por una de las puertas delanteras, pero ambas están inoperativas, así que la mejor opción es cortar el techo y así accederemos mejor para movilizarte con cuidado, de momento hay que colocarte un collarín cervical, canalizar una vía intravenosa periférica, analgesiarte, etc.
—¿El techo? ¿Cortarlo? ¿En serio? —dijo el accidentado.
—Claro hombre, es la mejor opción, no te preocupes por nada, estás en buenas manos y todo saldrá bien, no sufrirás ningún daño —respondió el equipo sanitario.
—Pero hacer eso dejará el coche destrozado, y qué hace un coche sin techo… no no no, de ninguna manera, prefiero bajarme andando.
—Lo más importante es que estás bien, podría haber sido mucho peor, no te preocupes por el coche. No es posible que bajes andando por dos motivos, por prevención de lesiones que puedan surgir y porque las puertas están inoperativas.
—¿Que no me preocupe por el coche? Es nuevo, muy caro… qué voy a hacer ahora —insistió el afectado.
—Solo es dinero, el dinero se repone… —respondieron los sanitarios.
Mientras se producía este diálogo los bomberos habían conseguido liberar los ángulos delanteros, de forma que la chapa del techo quedó enrollada al igual que una lata de anchoas cuando tiras de la anilla hacia atrás.
El paciente ya veía el cielo estrellado sentado en el asiento de conducción de su nuevo «descapotable».
Su cara era un poema.
—¡Pero es que el coche no es mío! —gritó angustiado el hombre.
—¿Ah no? Y de quién es.
—De mi suegro —dijo cabizbajo el accidentado.
—Pues sin problemas entonces hombre, ¿esa era toda tu preocupación desde el principio? seguro que es un hombre comprensivo y razonable, buena gente, no tienes qué temer, ha sido un accidente, no te lo va echar en cara, siendo el marido de su hija, además.
Silencio sepulcral.